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No pretendemos tratar

profundamente en estas pocas líneas el tema de la tortura, ya que sería tan presuntuoso como superficial; nos limitaremos a hacer algunas observaciones subjetivas.

 

 

 

Es un grave error considerar la tortura como un simple hecho histórico, una costumbre de tiempos pasados y de determinados lugares, un procedimiento codificado y racionalizado que los poderes seculares y eclesiásticos infligían según preceptos superados ahora a través de la evolución social, política y moral. Estas ilusiones reconfortantes adormecen la conciencia colectiva y entorpecen la vigilancia contra un peligro real y omnipresente, incluso entre nosotros. En realidad, la tortura no conoce épocas, no requiere procedimientos particulares, ni ambientes, ni medios especiales, y no deriva de la voluntad del poder, tanto secular como religioso. Hacer sufrir a otras criaturas vivientes, y en especial a otros seres humanos, es una necesidad irresistible que parece innata en la mayoría de los seres humanos del sexo masculino —característica que los distingue de los animales feroces— y que cada uno satisface en diferente medida: desde el buen padre de familia que con malicia y astucia causa congoja, y a menudo sufrimientos peores, a su mujer e hijos, hasta el profesional de la tortura policiaca-política. No es ni la Santa Inquisición ni la justicia secular quienes generan los aplausos estáticos ante los espectáculos sobre el patíbulo, ni suscitan el delirio de las masas al olor de la carne humana quemada, ni cuando los cielos se desgarran por los alaridos y gritos que resuenan a través de los siglos. En realidad, la relación entre causa y efecto funciona en sentido inverso: es la sed de sangre congénita y la capacidad del hombre de gozar con la agonía de sus semejantes, la que genera y perpetúa estas estructuras sociales que concretizan e institucionalizan los hechos físicos, la satisfacción que ansía y exige al subconsciente colectivo.

 

Sólo en base a esta consideración se puede colocar en su justa perspectiva la naturaleza y la historia de la tortura. Es evidente que a través del dolor lacerante se puede arrancar cualquier confesión, testimonio o conversión. El hereje mutilado en el banco del suplicio no volverá al seno de la Santa Madre Iglesia, aunque así lo haya prometido in extremis. La confesión de un delito arrancada con el potro garantiza la incolumidad del auténtico culpable y, por consiguiente, no sólo aniquila cualquier pretensión de eficacia social de la ley, sino que incluso favorece la delincuencia. Esto lo han sabido siempre todos, el papa y el pobre, el rey y el reo, y cualquier pilar del poder; los intrépidos lo afirmaron, los filósofos lo escribieron, el buen sentido común lo afirmaba diariamente. ¿Porqué, entonces, la tortura es institución universal y eterna? Por una sola razón: porque procura deleite al torturador. La colectividad masculina, desde el emperador al siervo de la gleba, desde el cardenal al monaguillo, con pocas excepciones, se extasía consciente e inconscientemente, ante ejecuciones efectuadas con métodos tales que una mente sana rechaza solamente al ver las ilustraciones de la época.

 

Por esto, siempre ha habido apologistas de la tortura, doctos sabios que a través de los siglos han inventado, casi siempre en nombre de Cristo, justificaciones jurídicas, morales y doctrinales. Muy pronto fue comprobado que un solo indicio de penitencia y de deseo de abrazar la verdadera fe, aunque fuese arrancado con el látigo y con la hoguera, salvaba el alma del hebreo, del hereje o del apóstata del infierno, de otra forma inevitable, e impedía a otros débiles de fe caer en el mismo peligro. Así, las grandes hogueras, en las que se quemaban vivos a decenas de malcreyentes, eran alegres fiestas con música, corte y danzas ceremoniales en las plazas, se llamaban “autos de fe”, es decir actos de fe, y se consideraban del agrado de la Virgen y de la Santísima Trinidad. Los magistrados se complacían razonando que, en muchos casos, las confesiones de los delitos, arrancadas con la tortura, a continuación eran sostenidas por indicios externos; que las ejecuciones lentas y sangrientas servían de escarmiento (sobre esto se trata más adelante a propósito de la pena de muerte); que todos los condenados deberían sufrir algún grado de mutilación permanente, porque la reclusión en la cárcel no es suficiente. Pero cada apologista, en el fondo de su corazón, sabía la verdad… y gozaba.

 

Nuestras nociones convencionales de historia no consideran casi nunca estas cosas. La escuela no habla de ello —al máximo algunos textos hacen alusiones, pero sin culpar a la Iglesia Católica, primera fuente y principal sostenedora de la tortura en Occidente. Alimentamos nuestras mentes con breves nociones del pasado, nociones desinfectadas y trucadas para el tranquilo consumo burgués; televisión, cine, libros de texto, novelas históricas, pinturas, estampas y tradición oral: todos nos sugieren escenas que se amalgaman en una imagen superficial, imperfecta y falsa. Pero no nos muestra jamás ese basalto eterno y ubicuo en el que todo se apoyaba, esa atmósfera, por llamarla de algún modo, que envolvía el mundo y que incluso ahora continúa casi intacto: carne y huesos desgarrados, cortados y aserrados, quemados y heridos en innumerables cárceles y más aún, en multitud de plazas de cada ciudad o aldea de la cristiandad; cadáveres putrefactos colgados por todas partes; la tierra a los pies de las murallas junto a la poterna de los pecadores, que era un pantano de sangre podrida y que en verano apestaba como los mataderos públicos, que es el auténtico olor de la historia.

 

El autor

Robert Held, ex neo-yorkino, vive en Toscana (Italia) desde 1961, pero con paréntesis frecuentes en Inglaterra y Alemania. Es el redactor jefe de la editorial bilingüe Qua d’Arno de Florencia, y autor de gran cantidad de estudios y libros sobre la historia de las armas de fuego, 1400-1875, en inglés e italiano. Robert Held es radical en su postura anti-tortura y anti-pena-de-muerte.

 

 

 

 

 

 

Tomado de Robert Held y fotografías de Marcello Bertoni, Instrumentos de tortura.

Guía bilingüe de la expósición de instrumentos de tortura desde la edad media a la época industrial

presentada en diversas ciudades del mundo (1983-2000), Florencia, 1985, pp. 16-19.

Sobre la tortura en el pasado y en el presente

 

Robert Held

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