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AJIJIC

—José Antonio Ramírez Deleón

 

Después de treinta y cinco años de fructífero trabajo, Alfred Bookman, PhD, decidió jubilarse. Había dedicado su vida a la biblioteconomía. Siempre le resultó curioso que su apellido coincidiera con su profesión, como si el destino le hubiera jugado una graciosa broma.

 

Durante su larga trayectoria en la Biblioteca Central de la Universidad de Wisconsin, pasó de auxiliar técnico a director en jefe de la misma. Su vocación por el orden y los libros hicieron de él un hombre práctico, pero también muy sensible y de gran cultura enciclopédica.

 

Una vez jubilado, y contrariamente a sus expectativas, se dio cuenta que sus ingresos habían disminuido sustancialmente. Su pensión era buena, pero insuficiente para sostener el ritmo de vida al que estaba acostumbrado. Decidió por ello emigrar de Wisconsin para irse a radicar al pintoresco pueblo de Ajijic, situado en la ribera del lago de Chapala, en el estado de Jalisco en México. Sabía que esta localidad ribereña era el paraíso de jubilados norteamericanos y europeos que se dedicaban a la venta de artesanías mexicanas.

 

Los dólares que los jubilados recibían de su pensión se multiplicaban por la desigual paridad del peso frente al dólar y con la venta de artesanías su calidad de vida en Ajijic era bastante honorable y cómoda.

 

Sin embargo, como buen intelectual, a míster Bookman no le llamaba mucho la atención dedicarse a la venta de artesanías. Consideraba prosaico pasar del universo de los libros a la comercialización de tazas, juegos de madera, folclóricas máscaras y vasijas. De este modo, al llegar a Ajijic pensó que sería mejor y de mayor utilidad trabajar por hobby en la pequeña biblioteca del lugar, y codearse con la intelectualidad del pueblo: una variopinta gama de escultores, artistas plásticos y músicos.

 

Pasado un tiempo, la biblioteca del pueblo, gracias al metódico trabajo de míster Bookman, de ser un desolado y frío espacio al que acudían de vez en vez estudiantes despistados, pasó a ser un centro cultural de obligada referencia para la comunidad de Ajijic.

 

La organización de la biblioteca era un prodigio de eficacia técnica. Las colecciones de libros, las revistas, los periódicos y mapas, contaban ahora con una clasificación notable. Puntilloso como era, míster Bookman incorporó sistemas automatizados para la localización de los textos, sin abandonar los catálogos manuales, ordenados por autor, el nombre de las obras, y su ubicación exacta en los diversos estantes de la biblioteca.

 

Todo transcurría con normalidad hasta que, un buen día, un estudiante solicitó en préstamo La Isla del Tesoro. Confiado en su prodigiosa memoria, míster Bookman se dirigió al estante en el que el libro de Stevenson debería encontrarse, sin embargo, no estaba ahí.

 

Extrañado, el bibliotecario consultó la base de datos, para certificar si el texto había sido prestado o si su memoria lo traicionaba y se encontraba ubicado en otro lugar. No fue así, él estaba en lo correcto. Tardó media hora en localizar el libro que encontró en el rincón más apartado de la biblioteca. Míster Bookman llamó la atención a José, su único ayudante, quien aseguraba no haber cambiado de lugar el libro.

 

Pasados unos días se repitió lo mismo con Crimen y castigo, y luego con Cien años de soledad. En un mismo día se extraviaron La Ilíada, Dublineses, Rayuela y los cinco tomos completos de la Crónica de la conquista de la Nueva España. Míster Bookman no daba crédito a esta situación que jamás le había ocurrido en su larga carrera.

 

Tomó cartas en el asunto de inmediato, por lo que instaló un costoso circuito cerrado de cámaras de vigilancia que pagó con su propio dinero, seguro de que José o cualquier otra persona que se colara subrepticiamente por las noches en la biblioteca, le estaba haciendo la mala obra. El costoso sistema de nada sirvió, pues los libros seguían mudando de lugar constantemente, sin que míster Bookman pudiera identificar al causante de esta tropelía, que desquiciaba el sistemático orden de la biblioteca.

 

Luego de un tiempo, en el que el bibliotecario trató infructuosamente de resolver el problema, la situación empeoró. Los libros no sólo cambiaban de lugar sino que se encimaban unos con otros, se entremezclaban de forma perversa. El caos llegó cuando míster Bookman descubrió un manual de procedimientos administrativos que copulaba descaradamente con Guerra y Paz. Alarmado, el bibliotecario leyó lo siguiente:

 

«Pierre Besukhov tomó la mano de Natasha, conforme se indicaba en el punto tres del manual. Paso cuarto: si la princesa Rostova acepta el gesto sin ningún reparo, pase al punto seis directamente, si no, calibre de nueva cuenta sus posibilidades y continúe con el procedimiento cinco. Pierre siguió a pie juntillas las recomendaciones del Manual».

 

Fue entonces que míster Bookman recordó a su viejo maestro míster Melvil Dewey, inventor del famoso Sistema Decimal de Clasificación, quien solía decir: «Los libros tienen vida propia, se mueven solos, son territoriales y colonialistas, engullen espacios, se incrementa su naturaleza gregaria. No hay biblioteca que resista sus embates. Esta es la gran vulnerabilidad de mi sistema».

 

Míster Bookman justificó así el desorden creciente de la biblioteca. Es un cáncer, dijo, que se encuentra ya en su fase de metástasis. Su jubilación definitiva parecía irremediable. Con incertidumbre pensó en la forma en como llenaría de ahora en adelante sus días durante el tiempo que le quedara de vida. «Poner una tienda de artesanías, pensó, quizá sea una buena opción».

 

 

Ciudad de México, mayo de 2015.

 

Vista vespertina del lago de Chapala. Fotografía de Joel Espinosa, 2007.

*JOSÉ ANTONIO RAMÍREZ DELEÓN es director de

JARD Corporativo, S.C. Fue director del Sistema Nacional

de Archivos en el Archivo General de la Nación y ha sido consultor del Archivo General de la Nación de Colombia.

Es autor de libros sobre gobierno abierto, transparencia, gestión documental y archivística.

 

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