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La versión femenina del latifundio

Olivia Strozzi

José Melchor se casó con Apolonia Berain, una mujer de una familia respetada aunque no muy acaudalada y procrearon tres hijos: Vicenta, Jacobo y Carlos.

 

El texto de Patricia Martínez aborda las relaciones entre los miembros de la familia a través de las cartas que intercambiaron entre ellos José Melchor el patriarca, Apolonia su mujer, los hijos Vicenta, Jacobo y Carlos y el yerno Rafael Delgado, durante un período de 35 años. Toda esta correspondencia está resguardada en la BensonLatin American Collection, en Austin: 75 mil páginas de correspondencia personal y de negocios, testamentos, procesos judiciales, inventarios, títulos de propiedad y diarios de la familia Sánchez Navarro.

 

Quiero abordar el libro desde la perspectiva de la historia de las mujeres. Según Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres, esta historia no siempre existió. Al menos en el sentido colectivo del término, que no abarca sólo las biografías, sino las mujeres en su conjunto y a largo plazo. Esta historia es relativamente reciente, tiene alrededor de treinta años. Escribir la historia de las mujeres es sacarlas del silencio en que estaban sumergidas. El libro de Patricia Martínez es una voz, entre otras, donde podemos escuchar a las mujeres de principios del siglo XIX.

 

Este silencio es en primer lugar porque a las mujeres se les ve menos en el espacio público, el único que durante mucho tiempo mereció interés y relato. Ellas trabajan en la familia, confinadas en casa pero esto no impidió que, durante la primera mitad del siglo XIX, las mujeres participaran en la gestión de los negocios y llevaran la contabilidad de la empresa familiar. No se les ve porque los ámbitos público y privado no estaban claramente delimitados y la casa era la extensión del negocio familiar. La familia preindustrial constituía una unidad económica autosuficiente y, en consecuencia, el trabajo doméstico tenía una definición mucho más amplia de la que tiene ahora.

 

Apolonia apoyaba a su marido en todas las actividades del latifundio. Melchor confió en su mujer para que se hiciera cargo de los negocios de Monclova mientras él se ausentaba para atender otras actividades comerciales y políticas. Apolonia asumió los roles masculinos al grado de atender la administración íntegra de las haciendas a su cargo, enfrentar las contingencias climáticas, rechazar los abusos que suelen acompañar a la ayuda oficial, sobre todo si era militar; es decir, tenía el latifundio en sus manos.

 

Otra razón para no ser vistas ni escuchadas es el silencio de las fuentes. Las mujeres dejan pocas huellas directas, escritas o materiales. Su acceso a la escritura fue más tardío. Ellas mismas destruyen, borran sus huellas porque creen que esos rastros no tienen interés. Después de todo, sólo son mujeres, cuya vida cuenta poco. Hay incluso un pudor femenino que se extiende a la memoria, una devaluación de las mujeres por ellas mismas. Convencidas de su insignificancia, muchas mujeres, extendiendo a su pasado el sentimiento de pudor que se les había inculcado, destruían —y destruyen— sus papeles personales al final de sus vidas. Todas estas razones explican que haya una carencia de fuentes, no sobre las mujeres —y menos aún sobre la mujer—, sino sobre su existencia concreta y su historia singular.

 

En una carta fechada el 19 de junio de 1827, Apolonia, corroborando el sentimiento de insignificancia, comenta a su esposo que quizá él daría más crédito a lo que otros dijesen pues “yo tengo la desgracia de ser mujer, y con esto me conozco infeliz y sin palabra…”.

 

Existen fuentes que hablan de ellas, que emanan de ellas, en las que sus voces pueden escucharse directamente, que es posible encontrar tanto en las bibliotecas—lugares de lo impreso, de los libros y diarios— como en los archivos, tanto públicos como privados. Sin embargo, el estado de los archivos privados fue y sigue siendo incierto.

 

De manera general, la presencia de las mujeres en estos archivos está en función del uso que ellas hacen de la escritura, una escritura privada, íntima incluso, ligada a la familia. La correspondencia, el diario íntimo, la autobiografía se abren en especial a las mujeres en razón, justamente, de su carácter privado.

 

Apolonia y su hija Vicenta sabían leer y escribir y tuvieron la suerte de que sus cartas se guardaran porque posiblemente José Melchor se sentía con derecho a ejercer su vigilancia sobre la correspondencia de su mujer y de su hija. Esta vigilancia paradójicamente permitió que la voz de ambas se escuche ahora.

 

Durante gran parte del siglo XIX, el matrimonio era una negociación dirigida por los padres. No sabemos si el matrimonio de Apolonia y José Melchor fue arreglado. Lo que si se muestra en las cartas es que ellos formaban un matrimonio atípico, se tenían confianza. Él sabía que podía confiar en ella los problemas de negocios y ella a su vez era capaz de reclamarle sus malas decisiones. En cuanto al matrimonio de su hija Vicenta, José Melchor decide casarla con su socio Rafael Delgado, el principal comerciante de lana de los Sánchez Navarro, porque esa era la manera de incorporar hombres a la familia que tuvieran relaciones importantes con el centro de México, pero Apolonia y Vicenta nunca estuvieron de acuerdo y, a pesar de la oposición, tuvieron que someterse a la última palabra del patriarca.

 

Los roles de género eran más fluidos de lo que ha mostrado previamente la literatura relacionada con la familia. Apolonia a menudo traspasaba los límites del género para tener control sobre su propia vida y la de su familia, acusó a su esposo de haber elegido una pareja inapropiada para su hija, alguien que no pertenecía a la misma clase que ellos y que, por lo tanto, solo pensaba en mejorar su estatus social. Esto le costó la vida a Vicenta y al parecer Apolonia nunca le perdonó a su esposo esa decisión. Ella le guardaba a su marido una confianza absoluta, respetó sus decisiones, tenía el latifundio en su puño, pero no pudo con la imposición de su marido en lo más valioso que tenían: su hija.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Patricia Martínez, El tejido familiar de los Sánchez Navarro 1805-1840,

Archivo Municipal de Saltillo / Archivo para la Memoria de la Universidad Iberoamericana.

Centro de Extensión Saltillo, Saltillo, 2014, 138 pp.

 

El libro de Patricia MartínezEl tejido familiar de los Sánchez Navarro, reconstruye las vidas de los hombres y las mujeres de una familia de élite del Norte de México, a partir de lo que revela su correspondencia fechada entre los años 1805-1840.

 

La familia Sánchez Navarro fue la poseedora del latifundio más grande de América Latina, la enorme propiedad se concentraba en torno a Monclova. El “imperio” familiar lo inició el cura de Monclova, don José Miguel Sánchez Navarro, quien durante 50 años se dedicó a adquirir las tierras del enorme latifundio coahuilense y a fomentar la cría de ovejas. Pronto se alcanzó un alto índice de producción de maíz y se logró entrar al mercado nacional de la lana, lo que fue la mayor fuente de ingresos. El latifundio constaba de 17 haciendas con un total de 7.5 millones de hectáreas. Al morir, el cura José Miguel le hereda todas las propiedades a su sobrino José Melchor, quien se distinguió por su gran capacidad para negociar y hacer dinero —siempre apoyado por Apolonia, su mujer—, algo que no era común en los terratenientes de la época. La familia también estuvo involucrada en la política, cuando sucedió el alzamiento del cura Hidalgo, José Melchor era alcalde de Saltillo.

"De manera general, la presencia de las mujeres en estos archivos está en función del uso que ellas hacen de la escritura, una escritura privada, íntima incluso, ligada a la familia. La correspondencia, el diario íntimo, la autobiografía se abren en especial a las mujeres en razón, justamente, de su carácter privado".

 

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