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Estrenadores vs conservadores

Salvador Novo

Una de las más deplorables características de nuestra época es la de no permitirnos gozar íntegramente de ninguna cosa, persona, ni situación. Apenas adquirida, un nuevo modelo con mayores ventajas viene a tentar nuestra mutable ambición y nos incita a abandonar el no agotado placer de un idilio de un coche, de una corbata, de una casa, trocándolos por aquel que ostenta la novedad de convertirse en cama mediante un click artrítico de su asiento trasero; por aquella dotada de clima artificial, o riel de seda, o líneas mejores. La producción en serie nos arrebata bruscamente un afecto que apenas empezaba a fructificar en el ajuste tibio de nuestra persona, nos quita de las manos el juguete y nos deja ante el enigma de uno nuevo, frío, cuyas luces no sabemos bien cómo se encienden, cuyo clutch no obedece a nuestra anterior coordinación motriz —y vuelta a adaptarnos, para que unos meses después el fenómeno se repita.

 

Las gentes tenían su piano, sus muebles, su mujer, su caballo —y les duraban todo el tiempo que sus nimios cuidados se encargaban de prolongar. En una verdadera “calidad” (que la publicidad moderna ha despojado de todo sentido como palabra) ponían nuestros antepasados un empeño inicial al elegir aquellos objetos de uso diario y moderado de que rodeaban su pacífica vida. No había el riesgo de que un cambio de líneas en la corriente de unas modas lenta, orgánicamente evolucionadas y circunscritas a la ropa, les dejara súbitamente anticuada a su señora, ni a la cama en que dormían con su señora.

 

Pero ahí tiene usted nada más que se inventan las máquinas. El líder o el libro más a mano le pueden explicar a usted todas las terribles implicaciones de la Revolución Industrial para una clase productora que bajo el feudalismo mantuvo el privilegio de su tallercito privado, en el que hacía a mano las cosas, las hacía bonitas y buenas, lograba desarrollar un valioso amor por su oficio, era llamado “maestro” y no había caído, hasta que aparecieron las máquinas, bajo la férula del “maestro” de un taller colectivo y ajeno al que ya no la vocación, sino el hambre, lo forzaba a ingresar.

 

Y cualquiera que sea el resultado final de la lucha de clases, tanto quienes ahora las poseen como quienes las manejan ahora; quienes mañana las administren y las hagan funcionar, tendrían la culpa de que las máquinas hayan destruido en el hombre el sentido de lo perdurable.

 

Las divorciadas, los automóviles, los trajes y los zapatos quedan en tan buen estado de uso cuando los abandonamos por los del último modelo, que sería insensato destruirlos por el simple hecho de que a nosotros ya no nos sirven.

 

Coleccionistas y anticuarios escapan a este amplio grupo de compradores de cosas de segunda mano, porque lo que ellos buscan son libros, cuadros, objetos de arte: es decir, cosas que nos sirven para nada.

 

Puestos a ver quién gana, con un impulso uniformemente acelerado, hombres y máquinas compiten en superar, éstas, su producción de novedades superfluas; aquéllos, su capacidad de consumirlas conforme aparecen en el mercado. La justicia inmanente conspira contra el afán destructor de los estrenadores y se muestra fiel aliada de los amantes de lo usado. Son éstos —sensatos, conservadores— quienes desdeñan la efímera flor y aguardan el sazonado fruto.

 

 

 

Tomado de “En defensa de lo usado” de Salvador Novo en José Luis Martínez, El ensayo mexicano moderno II,

Fondo de Cultura Económica, México, 1984 (Letras Mexicanas), pp. 131-137.

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