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La hora del cronista

El lenguaje de los caracoles

Miguel Alessio Robles

Varias horas caminaba don Baldomero por las calles del Saltillo. No apartaba su vista del firmamento color de zafir. Pero, de cuando en cuando, se detenía frente a las ventanas de las casas y metía sus manos por las rejas para mover aquellos caracoles colocados en los alfeízares en determinada postura. ¿Qué manía de estas gentes del Saltillo —decía don Baldomero con cierto enojo— en no colocar los caracoles de tal manera que puedan lucir el delicado tinte rosado de sus conchas? Él se entretenía en irlos colocando, ventana por ventana, de tal manera que pudieran lucir el esplendor y la finura de sus tintes. No sabía don Baldomero que esos caracoles tenían un lenguaje especial y extraño a la vez. Las novias los colocaban de determinada manera y, al pasar el galán frente a la casa de la mujer amada, sabía si esa noche podía él acudir a la cita para charlar con ella; si saldría esa noche a la serenata o acudiría a un baile; sabía si estaba contenta o enojada. Al pasar una mañana frente a la casa de Margarita de León, se le antojó a don Baldomero cambiar el caracol de posición. El novio de ella, Pedro Rodríguez, vió poco después que el caracol según ese peregrino lenguaje, quería decir que no acudiera esa noche a la reja de la ventana como era la costumbre diaria, después de la cena hasta las once, hora en que los serenos dejan oír sus agudos silbatos, que poéticamente resuenan en la absoluta tranquilidad de aquellas callejuelas torcidas y obscuras, y no acudió, a pesar de su dolor y su pena. Esa noche no pudo dormir el enamorado caballero. Todo sueño huyó de sus párpados. Las punzantes interrogaciones taladraban sus sienes. Al día siguiente asistió a la cita. Hubo querellas y lágrimas porque no habían podido platicarla noche anterior, como era su costumbre.

 

—Yo no tuve la culpa —dijo Margarita—; pero ya que se presenta la oportunidad, es indispensable que te diga que hace cinco años platicamos noche tras noche en esta misma ventana y tú no das pasos formales. Te doy de plazo hasta el día último del año para realizar nuestro matrimonio.

 

Noche tras noche continuaron, como de costumbre, platicando en la reja de la ventana. Pero llegó la ansiada noche del último año. Repicaron las campanas de la Catedral, de la Iglesia del Señor de la Capilla, de San Juan, de San Esteban, de San Francisco, del Santuario. Los silbatos de las fábricas dejaron oír sus notas agudas y penetrantes. Los gritos y los cánticos se escuchaban por todas partes. El galán no dijo una palabra de matrimonio. El plazo se había cumplido. Entonces Margarita, al acabar los vibrantes repiques de las torres de las iglesias, le dijo a su novio de una manera sencilla y terminante:

 

—Todo ha terminado entre nosotros, pues ya no puedo seguir perdiendo mi tiempo.

 

Cerró la ventana y no volvió a salir jamás a platicar con su tardío y engorroso novio. Tres meses después, cortejaba a Margarita el general Miguel Álvarez, que es un cumplido y valiente caballero. Pronto se unieron en matrimonio. Ella, como dijo el poeta, estaba “hecha como paloma para el nido / y él, como el león para el combate”, y formaron un hogar dichoso y feliz, como se dice en las novelas.

 

Con esa rara manía, que había adquirido don Baldomero, de ir de alféizar en alféizar, colocando los caracoles a su gusto y antojo, acabó con ese lenguaje, mudo y elocuente al mismo tiempo, que empleaban los novios para concertar citas de amor y mostrar sus diversos estados de ánimo. Esos caracoles eran como el espejo de un lago, que reflejan en su seno las nubes y los matices del ciclo.

 

¡Qué revuelo armó en Saltillo esa ingenua manía de don Baldomero! Ni siquiera se imaginaba los trastornos y enojos que producía. Grande fue su sorpresa al saberlo.

 

Una tarde estaba don Baldomero sentado en la Plaza de Armas charlando con “El Señor de las Angustias”, cuando se presentó ante ellos Pepe Salas, locuaz, entusiasta, lleno de pasión, y comenzó a comentar el asunto de los caracoles, creyendo que eran los traviesos muchachos los que entretenían en mover los caracoles en los alfeízeres de las ventanas.

 

El pobre “Señor de las Angustias” ponía su cara más afligida que de costumbre. Bien sabía él que era don Baldomero el autor involuntario de esos trastornos y enojos. Un color se le iba y otro se le venía. Estaba apenado y mortificado. Desde entonces, don Baldomero dejó en su sitio los caracoles. En el sitio en que los colocaban las manos delicadas de las novias. No volvió a moverlos jamás en medio del beneplácito de los jóvenes apasionados.

 

Cada vez que pasaba don Baldomero frente a una ventana y veía los rosados caracoles, un suave rubor encendía sus mejillas.

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