En qué momento, si alguien puede explicármelo, el teléfono dejó de ser un artefacto de comunicación para convertirse en una herramienta de persecución, de acoso, de espionaje o, para decirlo de otra manera, en qué momento la red de las telecomunicaciones se convirtió en una telaraña que nos envuelve cada vez más y nos va poco a poco quitando nuestra libertad, nuestra iniciativa y hasta nuestra identidad. ¿Qué somos ahora sino los esclavos de una pequeña pantalla luminosa que no podemos dejar de ver durante el día? ¿Acaso el Gran Hermano sí existe y se llama Carlos Slim?
Conviene mirar un poco hacia atrás para entender cómo se dio esa escalofriante metamorfosis del teléfono.
Intento hacer memoria y me pregunto: ¿en qué momento empezó mi relación con este aparato? Es como cuando en Alcohólicos Anónimos le preguntan a los borrachos cuándo empezó su relación con la bebida. La comparación es menos audaz de lo que parece, si pensamos en que el uso del teléfono ahora ya debe verse como una adicción, que surge, como muchas de su tipo, por imperativos sociales: fumas porque otros fuman, bebes porque otros beben y empiezas a necesitar el teléfono porque hay alguien en tu casa (madre, hermana, esposa, etcétera) que siente envidia porque la vecina de al lado o la de enfrente ya tiene un teléfono y el elemento masculino (marido, padre, hermano, etcétera) responsable de la economía doméstica, ya está harto de soportar la cantaleta: “No es posible, vivimos en la Edad de Piedra, qué culpa tengo yo de que seas un ogro sin amigos. Me da vergüenza hablarle a mi madre desde la tienda de la esquina (donde tampoco tenían teléfono, pero es que ahí trabajaba ella). No debemos ser menos que los Pérez, los López, los Jiménez o cualquier imbécil que a estas alturas y con muchos trabajos hubiese conseguido una línea telefónica”.
Esta escena, que parece de una película de Viruta y Capulina, ocurrió en efecto en la época en que estaban de moda Viruta y Capulina (hace como medio siglo) y, en esa época, era muy difícil conseguir una línea telefónica residencial y se le daba prioridad a los comercios u oficinas.
Era frecuente que aquellos comercios que tenían teléfono dieran un modesto y limitado servicio de telefonía pública a muchas familias del vecindario. El chiquillo recadero de pronto tocaba a la puerta de una casa y gritaba: “Señora, le hablan por teléfono en la tienda” y ahí tienen a la señora con tubos, bata y chanclas caminando apresurada hacia la tienda de la esquina para responder: “Bueeeeenoooooooo…”
¡Qué tiempos aquellos! No recuerdo a mi madre yendo a la tienda a contestar el teléfono. Tampoco recuerdo en qué momento mis padres pudieron contratar una línea. El caso es que hubo teléfono y al principio se usaba con bastante moderación. No éramos ermitaños, pero tampoco gente muy sociable y además mi madre necesitaba el teléfono más por razones de su trabajo (era costurera y modista) que para estar chismeando con el vecindario.
Pienso que esta situación en la que el teléfono era una presencia generalizada pero no molesta se acabó en la década de los noventa, cuando se dieron los primeros pasos para la telefonía inalámbrica y surgieron los teléfonos celulares que, la verdad sea dicha, se parecían mucho al zapatófono del Súper Agente 86. Muy pocos en esa época podían darse el lujo de poseer tan extravagante aparato.
Pero la verdadera invasión del celular se dio a partir del 2000 con los sistemas de prepago y después con la posibilidad de tener telefonía e internet en un solo aparato. A partir de ahí, el teléfono dejó de ser una herramienta de comunicación y se convirtió en un grillete virtual.
En este momento, creo, si seguimos con la comparación entre telefonía y alcoholismo, que estamos en pleno delirium tremens telefónico. Alucinamos. El celular se ha convertido en una parte perversa de nuestra personalidad, peor que la mala conciencia y todavía más diabólica.
Y por eso estoy aquí, en Telefónicos Anónimos, para anunciarles, queridos hermanos y hermanas, que nosotros, a diferencia de los alcohólicos, no tendremos redención ni despertar espiritual. No podemos, como ellos, ofrecer el cerebro a Dios o a quien sea con tal de obtener nuestro renacimiento. El contrato con la Compañía nos lo prohíbe expresamente. No somos los propietarios de un teléfono: él es nuestro dueño…
He dicho.
¿Qué no me escucharon? Ya levanten la cara de esos malditos aparatos. ¡Deveras que no tienen remedio, hijos del código binario!