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Paradojas de la soberbia intelectual

Jesús de León

El título Genealogía de la soberbia intelectual, que le da Enrique Serna a este libro, contiene palabras en las que vale la pena detenernos. ¿Alguien de algún modo y por algún motivo escuchó hablar alguna vez de la humildad intelectual? En esta época de redes sociales, hasta a los anónimos les gusta ser protagonistas. ¿Genealogía? Los saltillenses no tomamos ese término a la ligera. Aquí el historiador local que no es genealogista termina siéndolo, porque no faltará la culta dama o el político encumbrado que quiera justificar sus privilegios, argumentando que desciende de Alberto del Canto, Francisco de Urdiñola o el bachiller Fuentes.

 

Para hacer una genealogía, Serna hubiera tenido que fijarse sólo en nombres, personajes o palabras y establecer derivaciones. Ése sería un libro muy monótono. El de Serna no lo es y podemos verlo como una crónica amena y bien documentada sobre las relaciones entre los intelectuales y el poder a lo largo de la historia y los diversos intentos que, en las diferentes épocas y culturas, los intelectuales han hecho para crear primero una “aristocracia del espíritu” y más recientemente un “poder intelectual”, autónomo de los otros poderes: el político, el religioso y el económico.

 

Reformulo la pregunta. ¿Hay un intelectual que no sea soberbio? ¿Si no fuera por la vanidad quién se dedicaría a esto? ¿Si quitamos la vanidad qué queda? Una enorme cantidad de papel y de tiempo. Todas las horas consumidas en la actividad de leer y en comprar más papel. ¿Existe alguien —para plantearlo de otro modo— que, después de estudiar una carrera, obtener diplomas y títulos y haber leído una considerable cantidad de libros, no sucumba a la pedantería y al esnobismo? Yo no, se los juro; y, según Serna, él tampoco.

 

Serna desciende hasta los más remotos orígenes de las manifestaciones literarias. La lectura de este libro es amena, variada y, a ratos, se ocupa de los chismes que han circulado en el medio. No estamos ante la investigación analítica y crítica que encontramos en los teóricos. El temple de narrador de Serna se impone sobre el hecho de teorizar y, aunque su libro no está ayuno de ideas y de observaciones acertadas, lo más interesante es la crónica que desarrolla con respecto al origen de ciertos términos, ciertas instituciones y ciertas actitudes de quienes nos dedicamos a leer y escribir e intentamos hacer de esto nuestra profesión.

 

Serna pudo descubrir, y así nos lo transmite, que cada logro en ese sentido conlleva su correspondiente desventaja. ¿Querías dejar los huaraches? De acuerdo. Resígnate al dolor de callos y juanetes, uñas enterradas y talco para hongos o, en su defecto, mi querida china poblana, deja de mordisquear el rebozo y mantente en tembloroso equilibrio sobre zapatos de tacón. ¡Se acabó el INI. ¡Ahora nada más hay CONACULTA!

 

Las partes que más me gustaron del libro son las menos nobles; de manera específica, las dedicadas a la murmuración vil y las que tienen que ver con el medio literario mexicano. Serna repasa aquellos momentos en que el poder intelectual en México ha visto destruida su frágil ilusión de autonomía frente al poder político, a causa de hechos que la historia se niega a absolver y que se sintetizan en lo ocurrido al escritor jalisciense Agustín Yáñez. El novelista fue secretario de Educación del gabinete de Gustavo Díaz Ordaz y, al ver la inminente carnicería que iba a resultar de la masacre de Tlatelolco, el autor de Al filo del agua quiso presentar su renuncia. Díaz Ordaz rompió en pedazos la carta del jalisciense y dijo: “A mí ningún hijo de la chingada me renuncia” (p. 153).

 

Opino que ese hubiera sido un buen momento para que don Agustín dejara en claro que no era ningún hijo de la chingada sino un respetado miembro de la clase intelectual. No es de extrañar, por lo tanto, que, después de ese incidente entre Yáñez y Díaz Ordaz, “los altos puestos del gabinete ya no serían la corona, sino la tumba del prestigio intelectual” (p. 153), ese prestigio que antes de esto dormía apaciblemente en una incubadora; es decir, el prestigio intelectual en este país pasó de nonato a muerto sin que nadie se diera cuenta si alguna vez vivió.

 

¿A qué podemos llamar ahora “prestigio intelectual”? ¿A salir en un reality? ¿A tener grabaciones en YouTube? ¿Qué te hayas tomado la foto con García Márquez o Vargas Llosa? Que te digas intelectual no garantiza que seas inteligente. Dos premios Nobel se dieron de puñetazos y a mí, como dijo Ibargüengoitia, eso me resulta tan reconfortante.

 

Pedir que alguien lea, comente o difunda tus ideas sería mucho en esta era de copy paste. A final de cuentas, volviendo al caso de Yáñez y Díaz Ordaz, resulta perjudicial estar lejos del poder político, pero estar muy cerca de él es todavía peor, porque así como compartes los privilegios del poderoso, también tienes que ser cómplice de sus mentiras y sus crímenes, aunque nunca hayas disparado un arma o hayas tenido la deliberada intención de hacerle daño a nadie. Dirás: “Yo sólo quería escribir”. Pues sí, pero si sólo querías escribir no sólo serías un autor anónimo, también serías un autor inédito.

 

Seamos honestos: leer libros y pasar una considerable cantidad de años tomando clases en un aula nos da una perspectiva diferente de la vida de la que tienen nuestros padres, nuestros hermanos o nuestros vecinos. La cultura libresca nos vende esa ilusión. Tenemos una óptica más amplia, rica y compleja que la que ofrece la humilde vida cotidiana; por lo tanto, el trabajo intelectual, dada su aspiración a la trascendencia y a la permanencia, nos convierte en personas más valiosas e importantes que el panadero o el zapatero. El panadero ve cómo se comen su pan y el zapatero cómo compran y usan sus zapatos. No les harán una estatua ni pondrán su nombre en edificios, pero lo que hacen tiene una utilidad tan directa e inmediata para todos que nadie la discute ni la objeta, pero si uno dice, más hinchado que un pavorreal: “soy licenciado en Letras, doctor en Filología…”. La gente se preguntará: “¿Y para qué tanto gas? Ni siquiera sabemos para qué sirve lo que hace”.

 

¿Cómo sentirse orgulloso de algo que muy pocos entienden? La erudición nos ayuda a entender mejor las cosas, pero no justifica que seamos soberbios, que veamos a los demás como si fuéramos Charlton Heston y estuviéramos en El planeta de los simios.

 

Ahora sabemos, gracias a Serna, que la cosa no acabó allí. Empeoró considerablemente con la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari, quien estuvo a punto de perder la presidencia por culpa de las críticas que los intelectuales de la revista Vuelta, encabezados por Octavio Paz, habían dirigido a Salinas cuando era candidato. Después de que “se cayó el sistema” y el candidato priista triunfó, el nuevo presidente decidió acabar de una buena vez y para siempre con cualquier intento de crítica proveniente de los escritores e intelectuales mexicanos. Primero, le puso un candado a Octavio Paz, otorgándole el premio Nobel en 1990; segundo, eliminó la exención de impuestos al trabajo intelectual y artístico y obligó a todos a darse de alta en Hacienda; y, tercero, con la creación del CONACULTA, el Estado Mexicano es el único capaz de contratar los servicios del intelectual.

 

Se creó así una especie de jaula de oro hecha a base de premios, subvenciones, ediciones y empleos, cuya distribución nunca ha sido equitativa ni depende, como muchos ingenuos quisieran creer, del talento o la calidad.

 

Enrique Serna indica que uno de los defectos más nocivos de este mecenazgo despótico es la inhibición de la crítica. “Los jóvenes reseñistas temen con razón que si atacan a un escritor poderoso perderán más adelante la oportunidad de entrar al Sistema Nacional de Creadores de Arte. El mecenazgo estatal bendice también a unos cuantos escritores de talento como sucedió en la Francia del Segundo Imperio. Pero desde hace más de medio siglo, la telaraña de intereses en la que Paz se dejó atrapar beneficia sobre todo a los mediocres” (p. 162).

 

La soberbia de origen intelectual, a diferencia de otras clases de soberbia, sucumbe a la paradoja. Recordemos esa fábula de Tito Monterroso titulada “El sabio que tomó el poder”, en la que el mono convence al león de que, como es más inteligente, el mono debería ser el rey y el felino quedar como su asistente. El león acepta el intercambio y, a partir de entonces, cada que el mono le daba una orden a su asistente, éste se limitaba a responder con un zarpazo, al punto de que el mono, antes de quedar convertido en el Jesucristo de Mel Gibson, decide devolverle al león su cetro y su corona. Así fue como el mono se retiró de la vida pública para curarse de las muchas llagas que le dejó el ejercicio del poder.

 

 

 

Enrique Serna, Genealogía de la soberbia intelectual, Taurus /

Santillana, México, 2013 (Pensamiento), 408 pp.

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