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Tipos de historiadores

Miguel de Montaigne

Miguel de Montaigne, 1533-1592.

Los historiadores son mi fuerte. Son gratos y gustosos, y en ellos se encuentra la pintura del hombre, cuyo conocimiento busco siempre; tal diseño es más vivo y más cabal en aquéllos que en ninguna otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones internas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de medios de sus uniones y los accidentes que las amenazan. Así que, entre los que escriben las vidas de personajes célebres, prefiero los que se detienen más en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que en el exterior acontece; por eso Plutarco es en todos los respectos mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo, como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos. En punto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción: debe leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los diversos asuntos de que tratan. Julio César me parece que merece singularmente ser digno de estudio, y no ya sólo en el concepto de historiador, sino también como hombre; tan grandes son todos los demás, aunque Salustio sea también autor de gran mérito. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se emplean en las obras humanas; ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores como Cicerón dice, sino, a trechos, a Cicerón mismo; habla de sus propios enemigos con sinceridad tal que, salvo las falsas apariencias con que pretende revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochársele el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él a no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro.

 

Entre los historiadores prefiero los que son muy sencillos o los maestros en su arte. Los primeros, que no ponen nada suyo en los sucesos que historian y emplean toda su diligencia en recoger todo lo que llegó a su noticia, registrando a la buena de Dios todo cuanto pueden, sin escogitación ni elección, dejando nuestro juicio en libertad cabal para el conocimiento de la verdad.

 

Los maestros en el género tienen la habilidad de escoger lo que es digno de ser sabido; aciertan a elegir de dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes, deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, la verdad sea dicha, está en la mano de bien pocos. Los historiadores medianos, que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan. Quieren servirnos los trozos mascados, permítense emitir juicios, y por consiguiente inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay medio hábil de enderezarla del otro; permítense además escoger los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada, que sería más interesante para nosotros; omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no entienden, y acaso también por no saberlo expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su discurso y que juzguen a su manera, pero también lo es el que nos consientan juzgar luego que ellos lo hayan hecho, y mucho más aún el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia que tratan; deben mostrárnosla pura y entera bajo todos sus aspectos.

 

Generalmente se elige para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la exclusiva razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia buscáramos el aprendizaje de la gramática. Y siendo ésa la causa que les puso la pluma en la mano, no teniendo más armas que la charla, hacen bien en no curarse de otra cosa. Así a fuerza de frases armoniosas nos sirven una tartina preparada con los rumores que recogen en las callejuelas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que gobernaron los negocios, o que tomaron parte en la dirección de los mismos, o siquiera por los que desempeñaron cargos análogos. Tales son casi todas las griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber encontrábanse comúnmente juntos en aquella época), si en ellos hay errores, es en las cosas muy dudosas o secundarias. ¿Qué luces pueden esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobre los designios de un príncipe?

 

 

Tomado de Miguel de Mointaigne, Ensayos escogidos, prólogo de Juan José Arreola,

UNAM, México, 1978 (Nuestros clásicos).

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