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Un enfoque flamante

Honorio Bustos Domecq

Paradójicamente, la tesis de historia pura que triunfara en el último Congreso de historiadores, ocurrido en Pau, constituye un obstáculo de monta para la comprensión cabal de dicho congreso. En abierta contravención con la propia tesis, nos hemos empozado en el sótano de la Biblioteca Nacional, sección Periódicos, consultando los mismos, referentes al mes de julio del año en curso. Obra no menos plausiblemente en nuestro poder el boletín poligloto que registra con pelos y señales los encrespados debates y la conclusión a que se llegó. El temario primerizo había sido: ¿la historia es una ciencia o un arte? Los observadores notaron que los dos bandos en pugna enarbolaban, cada cual por su lado, los mismos nombres: Tucídides, Voltaire, Gibbon, Michelet. No desperdiciaremos aquí la ocasión de congratular al delegado chaqueño, señor Gaiferos, que gallardamente propuso a los otros congresales diesen un lugar preferente a nuestra Indo-América, empezando, claro está, por el Chaco, conspicua sede de más de un valor. Lo imprevisible, como tan a menudo, pasó; la tesis que concitó el voto unánime resultó, según se sabe, la de Zevasco: la historia es un acto de fe.

 

Veramente la hora propicia era madura para que el consenso diera su visto bueno a esa ponenda, de perfil revolucionario y abrupto, pero ya preparada, tras mucha rumia, por la larga paciencia de los siglos. En efeuto, no hay un manual de historia, un Gandía, etcétera, que no haya anticipado, con mayor o menor desenvoltura, algún precedente. La doble nacionalidad de Cristóbal Colón, la victoria de Jutlandia, que a la par se atribuyeron, el 16, anglosajones y germanos, las siete cunas de Homero, escritor de nota, son otros tantos casos que acudirán a la memoria del lector medio. En todos los ejemplos aportados late, embrionaria, la tenaz voluntad de afirmar lo propio, lo autóctono, lo pro domo. Ahora mismo, al despachar con ánimo abierto esta sesuda crónica, nos aturulla el tímpano la controversia sobre Carlos Gardel, Morocho del Abasto para los unos, uruguayo para los menos, tolosano de origen, como Juan Moreira, que se disputan las progresistas localidades antagónicas de Morón y Navarro, para no decir nada de Leguisamo, oriental mucho me temo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La siembra germinó. Así la destrucción de Roma por Cartago es fiesta no laborable que se observa desde 1962 en la región de Túnez; así la anexión de España a las tolderías del expansivo querandí es, ahora, y en el ámbito nacional, una verdad a la que garante una multa.¿Conviene a una nación de patriotas una derrota militar? Desde luego, no. En los últimos textos aprobados por las autoridades respectivas, Waterloo para Francia es una victoria sobre las hordas de Inglaterra y de Prusia; Vilcapugio, desde la Puna de Atacama hasta el Cabo de Hornos, es un triunfo despampanante. Al comienzo algún pusilánime interpuso que tal revisionismo parcelaría la unidad de esta disciplina y, peor aún, pondría en grave aprieto a los editores de historias universales. En la actualidad nos consta que ese temor carece de una base bien sólida, ya que el más miope entiende que la proliferación de acertos contradictorios brota de una fuente común, el nacionalismo, y refrenda urbi et orbi, el dictum de Zevasco. La historia pura colma, en medida considerable, el justo revanchismo de cada pueblo; México ha recobrado así, en letras de molde, los pozos de petróleo de Texas y nosotros, sin poner a riesgo a un solo argentino, el casquete polar y su inalienable archipiélago.

 

 

Tomado de J.L. Borges y A. Bioy Casares, Cuentos de H. Bustos Domecq.

Coedición Seix Barral/Artemisa, Barcelona/México, 1985

(Obras Maestras de la Literatura Contemporánea Origen / Planeta 27), pp. 197-199.

Estampemos de vuelta la declaración de Zevasco: “La historia es un acto de fe. No importan los archivos, los testimonios, la arqueología, la estadística, la hermenéutica, los hechos mismos; a la historia incumbe la historia, libre de toda trepidación y de todo escrúpulo; guarde el numismático sus monedas y el papelista sus papiros. La historia es inyección de energía, es aliento vivificante. Elevador de potencia, el historiador carga las tintas; embriaga, exalta, embravece, alienta; nada de entibiar o enervar; nuestra consigna es rechazar de plano lo que no robustece, lo que no positiva, lo que no es lauro”.

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