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De la intuición al

laberinto bibliográfico

 

Enrique Serna

Ilustración de Albert d' Arnoux, París, 1874.

Lector común contra lector erudito

El lector común es hasta cierto punto virginal, pues todavía cree que la literatura puede ayudarle a entender mejor el mundo en que vive, a conocer las épocas de la historia en que hubiera querido vivir, los misterios del amor, las tortuosas leyes del trato social, los pantanos de la política y los vericuetos infinitos de la condición humana. En resumen, el lector común cree que los libros le pueden decir algo interesante sobre la vida. El lector erudito ha perdido de vista esas necesidades y sólo aprecia en una obra su andamiaje intertextual, es decir, su relación con otras obras y autores, tanto del pasado como del futuro. Cuanto mejor informado está un lector, más afina su nivel de apreciación literaria. Pero esa virtud engendra un vicio: el incesante cotejo de lecturas que nos remite de un libro a otro, de un título prestigioso a otro más raro y sofisticado aún, olvidando que en la última instancia, la literatura es un espejo de la vida que pierde sustancia y valor cuando el hombre de letras pretende sustituir los hallazgos de la intuición por un laberinto bibliográfico. Mientras que la mejor literatura busca persuadir, convencer o asombrar, la mala erudición sólo sabe imponer su autoridad a la fuerza. Y por desgracia lo consigue, pues junto al lector virginal hay un lector esnob que al toparse con un libro raro o difícil acude al juicio de los entendidos para saber si eso “debe gustarle”. Cuando un lector se siente obligado a elogiar un libro que no le dice nada sobre la vida, pero viene avalado por la crítica seria, la intimidación que los padres y los maestros ejercen sobre el niño vuelve a reeditarse en la edad adulta. El niño con ambiciones de ingresar al templo sagrado de la alta cultura queda entonces a expensas de los que papá le permita opinar sobre las lecturas que no se atreve a juzgar con su propio criterio.

 

Si en el ámbito de la clerecía universitaria, el argumento de autoridad ha inhibido la crítica, en manos de intelectuales astutos pueden causar estragos mayores, cuando se le usa deliberadamente con un fin manipulador. (pp. 111-112)

 

Obediencia ciega (pero no perfecta)

Cuando un niño respondón se resiste a obedecer una orden y pregunta en plan retador por qué debe hacer la tarea o acostarse temprano, la mayoría de los padres mandamos al diablo las enseñanzas de Jean Piaget y zanjamos la discusión a la vieja usanza: “Porque lo digo yo, y basta”. No respondemos así por falta de argumentos: tendríamos razones de sobra para explicar al niño por qué debe cumplir sus obligaciones, pero como su corta edad no lo autoriza a contravenir mandatos superiores, preferimos bajarle los humos con un ceñudo argumento de autoridad, sin concederle derecho de apelación. Como en la niñez todos hemos tenido que acatar órdenes incuestionables, de grandes conservamos una fuerte propensión a la obediencia ciega que la gente con voluntad de poder suele aprovechar para ponerse la investidura paterna: es decir, la del mandón que impone su ley sin tener la cortesía de fundamentarla. (p. 75)

 

Erudito ágrafo

Gracias a las Memorias del duque de Saint-Simon (1675-1755) conocemos a uno de sus más insignes representantes, el duque de Noailles, que se ufanaba de saberlo todo, de ser un conocedor de libros y de haber reunido una excelente biblioteca, pero a pesar de sus credenciales eruditas “nunca pudo escribir por sí mismo ni siquiera una carta de negocios”. Cualquier lacayo analfabeto aventajaba en destreza lingüística al duque de Noailles y sin embargo, ninguno de sus ayudas de cámara se atrevía a corregirlo, por miedo a perder el empleo. (p. 253).

 

 

 

Fragmentos tomados de Genealogía de la soberbia intelectual.

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