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El último trago

Prólogo a la edición francesa de "Bajo el volcán" (1949)

[FRAGMENTO]

Malcolm Lowry

Detalle de la portada de la más reciente edición

de Bajo el volcán, de Malcom Lowry.

En 1945 mi libro recibió por parte de una firma inglesa una acogida muy poco entusiasta. A pesar de que mi obra fue considerada por los editores como “importante e íntegra”, se me sugerían grandes correcciones que yo me resistí a llevar a cabo. Se me aconsejaba, entre otras cosas, suprimir dos o tres personajes, reducir a seis los doce capítulos, cambiar el tema por ser demasiado parecido al de Poison; en una palabra, que echase el libro por la ventana y escribiese otro. Puesto que ahora tengo el honor de ser incluso traducido al francés, quiero resumir aquí mi carta de respuesta a mi editor y amigo de Londres.

 

En cuanto a Bajo el volcán, mi intención no me parecía oscura al principio, pero fue haciéndose más y más oscura a lo largo de los años que siguieron. Y por cierto, mi intención no fue jamás la de escribir un libro pesado. Pero, desde el momento en que mi libro aburrió a un lector profesional, me pareció conveniente contestar a las observaciones de ese lector.

 

“Muy señor mío”, escribí, “le agradezco su carta del 29 de noviembre de 1945, que no me ha llegado hasta la víspera del Año Nuevo y que además me ha llegado aquí, a México donde, por pura casualidad, vivo en la torre que me sirvió de modelo para la casa de uno de mis personajes”.

 

Sospechando que el hecho de que el principio del Volcán pareciese o no pesado dependía del estado de ánimo del lector y de su preparación para captar la intención del autor, sugería a continuación y sin duda como último recurso, que un buen prólogo podría neutralizar las reacciones previstas por mi lector profesional: “Si usted me dijese que un buen vino no necesita publicidad, le respondería quizá que yo no hablo de vino sino de mezcal y que, además de la publicidad, el mezcal necesita ser acompañado de sal y limón. El prólogo que le propongo, debería aportar un poco de limón y sal”.

 

Escribí así una carta de cerca de 20 mil palabras. Y puesto que, para mi lector, el principal culpable parecía ser el primer capítulo, me dediqué a analizar ese largo primer capítulo, que de hecho establece todos los temas y contratemas del libro y que da el tono y pulsa los acordes de toda la simbología empleada.

 

El relato, explicaba, se abre el Día de Muertos, en noviembre de 1939, en un hotel llamado Casino de la Selva. “Selva” significa “Bosque” y quizá no sea inútil mencionar que el libro fue concebido al principio sobre el sempiterno modelo de Almas muertas de Gogol y como la primera parte de una especie de Divina comedia ebria. El tema del bosque sombrío, indicado aún otra vez en el capítulo 7, cuando el cónsul entra en una lúgubre cantina llamada El Bosque, se resuelve en el capítulo 12, aquel que relata la muerte de la heroína, donde el bosque se convierte en realidad y fatalidad.

 

Ese primer capítulo está visto a través de un francés, Jacques Laruelle, productor de cine. El capítulo describe el terreno y establece el ritmo lento, melancólico y trágico de México, de ese México lugar de encuentro de distintas razas, antigua arena de conflictos políticos y sociales donde, como Waldo Frank, según creo, lo ha mostrado, un pueblo colorista y genial cultiva una religión que se puede considerar una religión de la muerte.

 

Después de dejar el Casino de la Selva, Jacques Laruelle se encuentra frente a la barranca, que juega un gran papel en la historia y que es también el precipicio, ese maldito abismo que se abre en la actualidad ante todo hombre honesto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El capítulo termina en otra cantina, donde la gente se refugia a causa de una tormenta intempestiva, mientras en otros lugares, en el resto del mundo, la gente corre hacia los refugios antiaéreos y en la cantina se apagan las luces, del mismo modo que se apagan en el resto del mundo. Afuera, en esa noche de tormenta, se mueve la rueda luminosa…

 

Esta rueda es la noria de la feria que se levanta en el centro de la plaza, pero es también, si se quiere, muchas otras cosas: la rueda de la luz, la rueda de Buda y es también la eternidad, el símbolo del eterno retorno. Esta rueda, que representa la forma misma del libro, puede ser considerada también y de una manera evidentemente cinematográfica, como la rueda del Tiempo, que se mueve en sentido inverso, hasta que nos sitúa en el año precedente. En efecto, al principio del segundo capítulo volvemos a encontrarnos en el Día de Muertos, pero del año anterior, en noviembre de 1938.

 

Después intentaba insinuar modestamente que mi pequeña obra me parecía más densa, más profunda y, sobre todo, compuesta y ejecutada con mucho más cuidado de lo que mi editor inglés podía sospechar y que, si sus muchos planos de significación habían escapado al lector o si éste había juzgado carentes de interés aquellos que afloran a la superficie del relato, ello podía deberse, por lo menos en parte, a lo que en mí era quizás una cualidad más que un defecto: en realidad el nivel superior del libro había sido dibujado tan minuciosamente que el lector ya no deseaba tomarse el trabajo de detenerse a profundizar en lo que había bajo la superficie.

 

Añadía a continuación: “Desde el momento en que suplico que se relea el Volcán a la luz de algunos de sus aspectos que quizá le han pasado inadvertidos y sin constituirme en modo alguno en defensor de cada uno de sus párrafos, haré bien en confesar que, a mi juicio, el principal defecto del libro, del que nacen todos los demás, reside en algo que es irremediable: el contenido espiritual del libro es subjetivo más que objetivo, más propio de un poeta que de un novelista y es un contenido muy difícil de llevar a término. Por otra parte, los poemas requieren ser leídos varias veces antes de que su sentido se revele y precisamente es esto lo que no se ha tenido en cuenta”.

 

Reclamaba a continuación un examen más serio del contenido y preguntaba en qué se había basado el lector para juzgar mi obra demasiado larga e insinuaba que su reacción podría ser diferente después de una segunda lectura.

 

El libro se compone de doce capítulos y el cuerpo del relato está contenido en una jornada de doce horas. Del mismo modo, hay doce meses en un año, mientras que ese estrato profundo de la novela o del poema que lo remite al mito nos lleva aquí a la Cábala judía, donde el número doce es de la más alta importancia. El árbol de la vida, su emblema, es una especie de complicadísima escala cuyo punto más alto se denomina kether o luz, mientras que un abismo se abre en alguna parte, hacia la mitad. El dominio espiritual del cónsul es probablemente el Qliphoth, el mundo de los detritus y de los demonios, representado por un árbol de la vida invertido y dirigido por Belcebú, el dios de las moscas. En la Cábala judía, el abuso de los poderes mágicos se compara a la ebriedad o abuso del vino y se expresa, si no recuerdo mal, por la palabra hebrea sod. William James, si no Freud, podría estar de acuerdo conmigo cuando afirmo que las agonías del borracho encuentran su más exacto paralelo en las agonías del místico que ha abusado de sus poderes.

 

En mi novela, el cónsul mezcla todo esto de una forma magníficamente ebria: en México el mezcal es una bebida terriblemente fuerte, pero se puede obtener en cualquier cantina con más facilidad, si se me permite decirlo, que el whisky escocés en una taberna del Barrio Latino. (Dicho sea de paso, me doy cuenta de que estoy metiéndome con el mezcal y el tequila, que son dos bebidas que me gustan mucho, y por ello debiera quizá presentar excusas al gobierno mexicano.) Pero el mezcal es también una droga que se toma bajo la forma de mezcalina y la trascendencia de sus efectos es una de las pruebas bien conocidas de los ocultistas. Al parecer, el cónsul llega a confundir los dos estados y, después de todo, quizá no se equivoque demasiado.

 

“No renuncio al número doce”, añadía a continuación. “Es como si oyese sonar un reloj que lentamente diese las doce campanadas de medianoche para Fausto y, cuando pienso en la lenta progresión de los capítulos, pienso que doce, ni uno más ni uno menos, es el número que podría satisfacerme. Por lo demás, el libro se sitúa en diversos planos. Mi intención ha sido la de clarificar en la medida de lo posible aquello que, al principio, se me presentaba de una manera complicada y esotérica. Puede ser considerada como una especie de sinfonía, como una ópera o como una película de vaqueros. Yo quise hacer música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa y así sucesivamente. Es superficial, profunda, distraída, pesada, según los gustos. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, un absurdo, una frase sobre el muro. Puede ser considerada como una especie de máquina: funciona, puede creerlo, lo he descubierto a costa mía. Y en el caso de que usted sospechase que he hecho cualquier cosa salvo una novela, le contestaría que, a fin de cuentas, mi intención fue la de escribir una verdadera novela, de hecho una novela endiabladamente seria”.

 

En una palabra, hice terribles esfuerzos por explicar la idea que yo tenía de mi infortunado volumen y libré una batalla considerable para que Bajo el volcán quedase tal como estaba, tal como a continuación se imprimió, tal como aparece hoy para mis lectores franceses.

 

Después de este largo prólogo, mi querido lector francés, quizá lo honesto sería confesarte que la idea cara a mi corazón fue la de hacer, en su género, una especie de obra de pionero y escribir al fin la auténtica historia de un borracho. No sé si lo he conseguido. Y ahora, amigo mío, continúa, te lo ruego, tu paseo a lo largo del Sena. Y vuelve a dejar el libro en la caja del bouquiniste [librero de viejo] de 100 francos donde lo has encontrado.

www.nexos.com.mx, 1° de mayo, 1988,

[Sin crédito del traductor].

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