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Bodas de Pentecostés

Philip Larkin

(Versión de Sergio Cordero)

Ese día de Pentecostés yo salí tarde.

     No fue sino alrededor

de la una y veinte de ese soleado sábado

que arrancó mi tren, tres cuartas partes vacío,

con todas las ventanillas abajo, todos los cojines calientes,

toda sensación de apremio extinta. Corrimos

por el traspatio de las casas, cruzamos una calle

de parabrisas deslumbrantes, olimos el muelle de

                [pescadores. Desde allí,

el curso del río comenzó a ampliarse

donde el cielo y Lincolnshire y el agua confluyen.

 

Toda la tarde, a través del intenso sopor bochornoso

     durante millas tierra adentro,

continuamos al sur por una lenta y detenida curva.

A los lados pasaban amplias granjas, ganado de breve sombra y

canales con flotantes espumas industriales.

Un invernadero destelló singularmente. Las vallas se

                [inclinaban

y elevaban. Y de vez en cuando, un olor a hierba

removía el tufo de las abotonadas vestiduras del vagón

hasta el próximo pueblo, nuevo e indescriptible,

rodeado de lotes de autos desmantelados.

 

Al principio, no me percaté del bullicio

     que producían las bodas

en cada estación donde parábamos: el sol destruye

el interés de lo que pasa en la sombra

y, a lo largo de los andenes frescos, los gritos y chillidos

que supuse de maleteros jugando con valijas

y continué leyendo. Una vez que arrancamos, sin embargo,

las pasamos. Sonrientes y maquilladas, unas muchachas

parodiando la moda, de tacones y velo,

posaron todas con indecisión viéndonos partir,

 

como si salieran al final de un evento

     diciendo adiós con la mano

a alguna cosa que lo sobrevivió. Impresionado, la siguiente vez

me incliné hacia fuera con mayor prontitud, con más curiosidad,

y vi todo de nuevo en diferentes términos:

los padres con anchos cinturones bajo el saco de vestir

y sudorosas frentes, escandalosas y gordas madres

y un tío gritando obscenidades y, luego, los peinados permanentes,

los guantes de nylon y la bisutería,

los colores limón, malva y ocre olivo que

destacaban ilusoriamente a las muchachas del resto.

 

 

 

 

Philip Larkin, The Whitsun Weddings. Faber and Faber, London / Boston, 1964, pp. 21-23.

     Sí, desde los cafés

y los salones de banquetes tendidos en el patio y, anexos,

los coches de fiesta burdamente adornados, los días de boda

estaban llegando a su fin. Todos en fila,

subieron a bordo los recién casados. El resto se quedó alrededor.

Fueron lanzados el último confeti y la recomendación final

y, conforme nos movíamos, cada rostro parecía definir

sólo lo que miraba durante la partida: niños fastidiados

ante algo tan aburrido. Los padres nunca habían sabido

 

de un éxito tan enorme y completamente fársico.

     Compartían las mujeres

el secreto como un funeral feliz

mientras las muchachas, aferrándose a sus bolsos, clavaban

                [la vista

ante una blasfemia. Y nosotros, al fin libres

y cargados con la suma de todo lo que vieron,

nos apresuramos a Londres soltando chorros de vapor.

Ahora los campos eran lotes para construcción. Y los

                [álamos proyectaban

largas sombras sobre caminos reales y, por

unos cincuenta minutos –que parecieran

 

apenas suficientes para acomodar los sombreros y decir:

     Casi me muero–,

doce matrimonios emprendieron la marcha.

Sentados lado al lado miraron el paisaje

–pasó un teatro, una torre de enfriamiento

y alguno que corría al boliche– y nadie

pensó de los demás que nunca se conocerían

o cómo sus vidas retendrían íntegra esta hora.

Yo pensaba en Londres tendida bajo el sol,

sus distritos postales como pacas de trigo:

 

allá nos dirigíamos. Y al correr a través de

     brillantes nudos de riel,

pasamos frente a estacionados Pullmans, muros de musgo      

     [ennegrecido

se acercaban y casi concluía esta frágil

coincidencia de viaje. Y lo que representaba

quedó listo para perderse con toda la fuerza

que el cambio puede dar. Otra vez íbamos despacio

y, conforme apretaban los pistones del freno, se henchía

una sensación de caída, como una llovizna de flechas

perdiéndose de vista, que en algún sitio se tornaba en lluvia.

Philip Larkin  (1922-1985).

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