Al lado de las vías están los grandes vagones que trasportaban el mineral de Concha. Pesadas plataformas con puertas laterales para facilitar la carga y la descarga. Están ahí, tirados, sus hierros de color oxido, sus maderas torcidas por todos los soles del desierto, que apenas interrumpen las estaciones del Ferrocarril con sus precarios caseríos.
Por ahí pasa el último tren en su último viaje. Encantada. Margarita. Jazminal. Fraile. Ávalos. Nombres de sabor rielero inconfundible. El conductor, que conoce a todos sus pasajeros y se habla de tú con ellos, les anuncia todavía el nombre de la estación siguiente como si se pudieran equivocar y continuar el viaje.
Llega el tren a esa estación, a la otra, a la otra, y se detiene siempre con rigor preciso frente al tanque y una manguera grande asoma y de ella brota un chorro de agua grande, largo, cristalino, que refleja en su blancura espumeante el resplandor del sol.
Por las ventanas los niños y las mujeres ofrecen el humilde manjar que puede comprar el campesino: gorditas de harina amasadas con azúcar para que sean golosina que se adquiere por lujo y no alimento que se compra por necesidad: enchiladas, grandes panes de maíz y miel de abeja.
El tren salió a las siete y media de la mañana. Último viaje, los vagones llenos. El que pregunta por la taquilla donde se compran los boletos recibe primero una sonrisa parcialmente irónica y luego la información que necesita. Suba usted al carro que quiera y siéntese donde quiera. El inspector llegará y le venderá el boleto y el inspector llega y le vende el boleto. Diez pesos diez centavos desde Saltillo a Concepción del Oro.
Y a pasar traqueteado entre las huertas de Saltillo, y luego los viñedos y los campos de trigo y las cruces humildísimas de Puente Moreno, donde murieron doscientos peregrinos —cuatrocientos, quinientos, ochocientos peregrinos, la estadística de los pobres no es muy estadística—; y después del desierto de palmas y de lechuguilla y las estaciones con la gente que espera el agua, el tanque de gas que viene en el Express, la caja enredada con mecates, el lío de cobijas y bajan unos y suben otros porque van a Concha —nadie hay que diga Concepción del Oro— y son diez minutos aquí y veinte, allá, y todos entran y salen del tren como Pedro por su casa por la sencilla razón de que el tren es —era— suyo.
Al fin en Concha. Nadie piensa en apuntar el tiempo que tardó el tren: Nadie cuenta el tiempo a la agonía de nadie. Una hora estará el tren en Concha, de calles empedradas de bajada de subida, con cerros que se echan encima y casa que parecen cerros de piedra con balcones de hierro retorcido y Macocozac con sus paredes blancas y naranja, y la estatua del padre Reveles en amistosa competencia frente a la plaza con don Benito Juárez.
Comprar higos a peso chabacanos a cuatro por un peso, hallar a la señora que también venía en el tren y que dice sorprendida que en Concha la ropa es más barata que en Saltillo y los zapatos también y ha de ser yo creo porque surten en Guadalajara, con razón todos los que usaban ese tren venían a comprar acá, ora quien sabe cómo le vayan a hacer.
De regreso. El tren ahora está más lleno. Alguien sube al tren el reloj de la superintendencia, al cabo que aquí ya no va a servir. Van muchos ferrocarrileros jubilados. Los que desde 1923 o 1930 comenzaron a trabajar en el Coahuilita, así le dicen, y que no quisieron dejar de acompañarlo en el viaje final. Y van campesinos, muchos campesinos, y sus señoras y sus niños de pecho y empieza el viaje final, el de regreso. La máquina lanza estallidos como cohetes y la gente se asoma, a los balcones y a los barandales y dice adiós con la mano. Salen unas guitarras, nadie sabe de dónde, y salen unas botellas de mezcal, todos saben de dónde, y órale, a seis pesos canción, y la primera y la última es “Maquina 501, la que corrió por Sonora”. Las botellas se pasean y el inspector y el conductor y el agente y todos se hacen como que no ven, porque al cabo es el último viaje, y por eso los maquinistas el que no suspira llora.
El sol poniente entra por las ventanas de 974, hecho en Chicago Illinois cuando los que firmaron el oficio ni siquiera habían nacido. Y hay cerveza también, a, nueve pesos. Y estos eran dos amigos que venían de Mapimí, para no venirse de oquis robaron Guanameci. Los jubilados se juntan todos y alguien recuerda que es reportero y les pregunta por sus vidas y ellos responden con el orgullo que solo tiene la gente del riel, diferente a la demás gente y luego pregunta por la suerte de los que trabajaban en el Coahuilita y que es hoy su ultimo día de trabajo. A unos los van a jubilar, a otros los van a indemnizar, pero ninguno va a trabajar al Nacional porque ahora en los ferrocarriles hay mucha gente trabajando y muy poco flete, no les costea darles trabajo. ¿Y usted que va a hacer desde mañana? Mañana me la voy a curar, porque hoy en la noche me voy a poner bien pe-. Después Dios dirá”.
El tren se para y suben las profesoras de la escuela. Le dicen al conductor que no tienen más que darle y le ponen unas flores en la bolsa de la camisa kaki, junto al cronometro de esos con máquina. El conductor les dice que no se va a morir, que porque mejor no le trajeron un queso o un cabrito. Y todos ríen, pero nadie ríe deveras y el conductor ya no sabe que más decir, sobre todo porque alguien pide un aplauso para los que nos han servido muy bien en este tren y todos aplauden y unos hasta gritan.
La corrida del tren sigue. En el corrido Jesús García continúa acariciando a su madre. En el brazo de la butaca alguien se sienta y dice que ya fregaron a la pobre gente quitándole su tren, que ahora van a quedar aislados muchos pueblos, ¿qué no ven cómo estamos? Ora ni agua vamos a tener, un día de éstos va a pasar algo muy serio, vamos a andar dándonos de madrazos por un kilo de maíz, ya no sabemos ni qué hacer. Ora, yo no le echo la culpa a López Portillo, pero él tiene sus delegados y... ¿Por qué nos quitarían el Coahuilita? Cuarenta y seis copias a otras tantas dependencias enviaron del oficio. Ninguna llegó a ese hombre, que llora en su borrachera el Coahuilita.
Se va metiendo el sol. En el último carro encienden una luz que echa su resplandor en el vagón oscuro. Un campesino ha caído al suelo. Ahí le dan permiso de quedarse con los desechos de su embriaguez. El tren pasa lento por una ranchería. El dueño de una tienda puso el disco “Las Golondrinas” y se oye la voz de Pedro Infante. A la mejor va a estar esperándonos la televisión, dice uno, y otro dice que habrá mariachis al regreso.
Se ven las primeras luces de Saltillo. En las paredes la sombra del tren parece una fila de ataúdes. Es ya de noche. Se enciende una bengala al fin del tren, que llega de reversa a la estación en medio de estrépito de cohetones que desde el mismo tren se lanzan. Se detiene la máquina y la gente baja. No hay mariachis ni hay televisión. Están algunos señores del Ferrocarril, con traje y corbata, y están familiares de la tripulación del tren. Una señora se afana en reunirlos a todos para la foto del recuerdo.
Del recuerdo... Hoy habrá veinte hombres sin trabajo, un tren muerto y mucha gente huérfana de su tren, del tren que era como la casa suya y que se suprimió por incosteable.
Saltillo del Recuerdo. Vanguardia, jueves 23 de junio de 1977.