Argolla contra robos
He aquí un aditamento que ya no existe en las casas modernas: el aro de metal que se colocaba en el traspatio de las casas para que el dueño o las visitas pudieran, después de desmontarse, amarrar las riendas. En nuestra época, de tanta inseguridad, de alarmas contra robo, dispositivos electrónicos y vigilancia por computadora, este utensilio se antojaría insuficiente para evitar que se robaran el caballo. Conviene recordar algo: si el caballo desconocía al jinete podría encabritarse y tirarlo, correrlo a punta de coces o relinchar para llamar la atención del caballerango o del dueño del animal; además, ahora podemos ver ventajas en el hecho de tener como medio de transporte un noble bruto y no una cuatro por cuatro. Recordemos aquel chiste del caricaturista Quino donde un hombre de ciudad le presume su coche último modelo a un viejo gaucho de la pampa argentina y éste, después de escucharlo, se limitó a preguntar: “¿Y cuando usted lo llama, él viene?”.
Plutarca y la aldaba
No sólo los seres humanos tienen antepasados, también los objetos. Por ejemplo, esta argolla metálica, remachada en el enorme portón de madera, es la antepasada de los timbres de las puertas en las casas modernas o de los interfonos en los edificios de departamentos. Y no se crea, eran muy efectivas. Para empezar, no se descomponían como los timbres o los interfonos a los que de tanto estarles metiendo el dedo se les afloja el botoncito y la puerta nomás no se abre. En cambio, a este aldabón gigante lo agarrabas con toda la mano y lo azotabas varias veces hasta que la criada, que invariablemente estaba en el fondo del corral echándole maíz a las gallinas y que además era medio sorda, se dignaba a abrir, no sin antes preguntar:
—¿Quién es?
—Soy yo, Plutarca, tu patrón.
El enigma de la llave
Plutarca deja entrar a su patrón, quien de inmediato da órdenes para que se le prepare el baño, cosa que a Plutarca le causa bastante conflicto porque ella, recién bajada de la sierra de Arteaga a tamborazos y acostumbrada a que allá todos se bañaban con l’agua calentada en l’olla, todavía no se las entiende con la llave del agua caliente de la tina de baño del señor.
Nomás se le queda viendo y piensa: “¿Pa’donde se abrirá esta cosa? ¿p’arriba o p’abajo? No le queda otro remedio que preguntarle al patrón. Éste, malhumorado, se niega a responder y él mismo abre la llave dejando a Plutarca con un palmo de narices. El problema viene después cuando el patrón le encarga a la criada cerrar la llave y ella tampoco sabe cómo hacerlo. Aquí lector, le presentamos el cuerpo del delito: es decir, la llave.
¿Y usted para dónde la cerraría?