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Carballo: los funerales de un crítico

Sergio Cordero

En contraste con el multitudinario homenaje luctuoso que, el pasado 21 de abril, se brindó a las cenizas del novelista colombiano Gabriel García Márquez en Bellas Artes, los funerales del crítico literario Emmanuel Carballo, efectuados al día siguiente (aniversario de las explosiones de la calle fray Pedro de Gante en Guadalajara, el 22 de abril de 1992), pasaron desapercibidos para casi todos. Aparte de su viuda, la narradora Beatriz Espejo, y de sus hijos, apenas unos pocos allegados acudieron a despedir al editor de la revista ariel (1949-53).

 

Se diría que el alma del autor de Protagonistas de la literatura mexicana (1965) eligió un mal momento para abandonar su cuerpo —no sólo por la muerte de Gabo, sino de otros escritores, desde enero hasta la fecha—, pero opino que, aunque Carballo hubiera sido el primero en fallecer este año, por demás abundante en conmemoraciones (los centenarios de los poetas Octavio Paz y Efraín Huerta y del novelista José Revueltas), los funerales de un crítico corren siempre el riesgo de estar menos concurridos que los de un poeta, un narrador o un dramaturgo. La razón es simple. El crítico tiene la obligación profesional de no inspirarles simpatía ni a los escritores ni a los lectores, porque representa una turbadora cruza de ambos: un lector que escribe sobre sus experiencias como tal y un escritor cuyo tema son sus lecturas. Su condición de intermediario no le permite quedar bien con unos ni con otros, sino sólo consigo mismo.

 

Otra tristeza que deriva de la muerte de Emmanuel Carballo —junto a la que produjo en sus familiares, amigos y coterráneos— nos agobia a quienes intentamos ejercer la crítica literaria como una forma de vida y no de mera subsistencia. En mi libro Crítica en crisis (2011), expuse mis argumentos acerca de por qué los tiempos que corren son muy poco favorables a la crítica y, en consecuencia, por qué el crítico se ha convertido en una especie en vías de extinción.

 

 

“¿Para qué seguir hablándole de salud a los incurables?”

–José Vasconcelos, La tormenta

La crítica es una de las manifestaciones de una sociedad democrática, integrada por ciudadanos maduros, instruidos y conscientes de sus derechos. La posibilidad de un diálogo coherente y sensato entre diversos puntos de vista debiera ser la base de cualquier crítica —y la literaria no queda exenta de este compromiso. La globalización de la economía, la tecnolatría informática y la omnipresencia de las telecomunicaciones, fenómenos de índole autoritaria, están exterminando cualquier brote de conciencia y, en la red (incluso en las llamadas “redes sociales”), tienden a reemplazar al sentido crítico con prejuicios de todos los colores y formas (políticos, religiosos, económicos, de raza, de clase, de género, etcétera).

 

Mientras, en México, los poetas convierten a las antologías en obesos directorios sin teléfono y las editoriales comerciales exigen a sus novelistas-galeotes que produzcan best-sellers cada año, los críticos en funciones se cuentan con los dedos de las manos y empiezan a sobrarnos dedos. Una vez ido Carballo, ¿cuántos quedan? Ignacio Trejo Fuentes, Evodio Escalante, Christopher Domínguez (con sus asegunes), yo mismo y… ¿alguien más?

 

Pobres de nosotros, los críticos literarios: no somos simpáticos ni después de muertos.

Emmanuel Carballo.

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