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LAS DOS RAZAS

DE HOMBRES

[Fragmento]

 

Charles Lamb

La especie humana, según la mejor teoría que puedo formarme, se compone de dos razas distintas: los hombres que piden prestado y los hombres que prestan. A estas dos originales diferencias pueden reducirse todas esas impertinentes clasificaciones de las tribus góticas y celtas, hombres blancos, hombres negros, hombres rojos. Todos los moradores de la tierra, “partos, medos, elamitas”, se reúnen aquí y caen de forma natural en una u otra de estas distinciones primarias. La infinita superioridad de la primera, que elegí designar como la gran raza, es perceptible en su figura, porte y cierta soberanía instintiva. Los últimos han nacido degradados. “Darán servidumbre a sus hermanos.” Hay algo en el aire de uno de esta casta, mezquino y suspicaz, que contrasta con los abiertos, confiados, generosos modales de la otra.

 

Observa tú a quienes han sido los mayores prestatarios de todos los tiempos —Alcibíades, Falstaff, Sir Richard Steele[1], nuestro reciente e incomparable Brinsley[2]—: ¡que aire de familia en todos, los cuatro! ¡Qué despreocupación, incluso desparpajo, tiene tu prestatario! ¡Qué sonrosado rostro! ¡Qué hermosa confianza en la Providencia expresa él, no pensando más que los lirios! ¡Qué desprecio por el dinero, considerándolo (el tuyo y el mío especialmente) no mejor que la escoria! ¡Qué confusión liberal de esas distinciones pedantes de meum [“mío”] y tuum [“tuyo”]! O mejor, ¡qué noble simplificación del lenguaje (más allá de Tooke[3]), resolviendo estos supuestos contrarios en un claro pronombre inteligible! ¡Qué cercanas aproximaciones hace a la comunidad primitiva, hasta llegar a la mitad del principio, al menos! […]

 

Para alguien como Elia, cuyos tesoros están mejor guardados entre tapas de cuero que encerrados en cofres de hierro, hay una clase de enajenadores más formidable que la que he tratado: me refiero a nuestros prestatarios de libros –esos mutiladores de colecciones, corruptores de la simetría de los estantes y creadores de volúmenes impares. ¡Ahí está Comberbatch[4], inigualable en sus depredaciones!

 

Esa brecha faltante en el estante de abajo te encara, como un gran colmillo noqueado (¡ahora estás conmigo en mi pequeño estudio trasero en Bloomsbury lector!) con los enormes tomos a cada lado a la usanza helvética (como los gigantes del Ayuntamiento, en su reformada postura, guardianes de la nada[5]), una vez tomado el más alto de mis infolios, Opera Bonaventurae, elección y divinidad voluminosa, a la que sus dos apoyos (también divinidades escolares, pero de menor calibre, Belarmino y Santo Tomás[6]), mostraron pero como enanos –¡él mismo un Ascapart![7]— que Comberbatch la sustrajo confiado en una teoría que él sostiene, la cual es más fácil para mí —lo confieso— sufrir que refutar, a saber, que “el título de la propiedad en un libro (mi Buenaventura, por ejemplo) está en proporción exacta a los poderes del reclamante de comprensión y apreciación del mismo”. De seguir él actuando según esta teoría, ¿cuál de nuestras estanterías está segura?

 

 El ligero vacuum [“vacío”] en el casillero a mano izquierda –a dos estantes del techo–, apenas distinguible excepto para el ojo raudo de un perdedor, era antaño el cómodo lugar de descanso de Browne[8] en Urn Burial. C. a duras penas alegará que sabe más sobre ese tratado que yo, que se lo presenté y fui de hecho el primero (de los modernos) en descubrir sus bellezas –pero así he conocido a un amante tonto que elogia a su dama en presencia de un rival más calificado para llevársela. Justo debajo, ¡los dramas de Dodsley[9] quieren su cuarto volumen, donde está Vittoria Corombona![10] Los restantes nueve son tan desagradables como los hijos repudiados de Príamo, cuando las Parcas pidieron prestado a Héctor.[11] Aquí estaba la Anatomía de la melancolía,[12] en sobrio estado. Ahí merodeaba el Complete Angler,[13] tranquilo como en vida, por algún margen de la corriente. En el rincón de allá, John Buncle[14], volumen viudo, llora a “ojos cerrados” por su compañera violada.

 

Una justicia debo hacer a mi amigo: si a veces, como el mar, arrastra un tesoro, en otro momento, como el mar, devuelve un equivalente tan rico que lo iguala. Tengo una pequeña sub-colección de esta naturaleza (acopios de mi amigo en sus diversas llamadas), tomada en lugares extraños que ha olvidado y depositada con tan poca memoria como la mía. Recibo a estos huérfanos, abandonados en dos ocasiones. Estos conversos de camino[15] son bienvenidos como auténticos Hebreos. Ahí están en conjunto, nativos y naturalizados. Estos últimos parecen tan poco dispuestos a investigar a cabo su verdadera estirpe como yo. No les cobro almacenaje a estos bienes embargados, ni me pondré en el descortés fastidio de anunciar su venta para solventar gastos.

 

Perder un volumen con C. comporta en ello algo de sensatez y significación. Das por seguro de que hará de tus viandas una opípara comida si, después de ésta, él no puede dar cuenta del plato. Pero ¿qué te movió, caprichoso, rencoroso K.[16], a ser tan importuno de llevar contigo, a pesar de las lágrimas y súplicas para contenerte, las cartas de esa mujer principesca, la tres veces noble Margaret Newcastle?[17] Sabiéndolo a tiempo y sabiendo que también yo lo sabía, con suma certeza tú nunca darías vuelta ni a una página del ilustre infolio. ¿Qué sino el mero espíritu de contradicción y el amor infantil de conseguir lo mejor de tu amigo? Luego —¡la peor ofensa de todas! — transportarlo contigo a la tierra gala:

 

tierra indigna de abrigar tal dulzura,

virtud donde residía todo pensamiento ennoblecedor,

pensar puro, pensar grato, pensar alto, ¡maravilla

                                          [de su sexo!

 

¿No tienes tus libros de dramas y libros de chistes y fantasías rodeándote para mantenerte feliz, así como retienes a todo compañero con tus chistes y cuentos alegres? Niño de la habitación verde, eso fue hecho tuyo en forma despiadada. ¡Tu esposa también, esa mujer en parte francesa y en la mejor parte inglesa! La cual no repararía en ningún otro relato que escuche lejos, en amable gesto de recordarnos, que las obras de Fulke Greville, Lord Brook[18] –¡de las cuales ningún francés o mujer de Francia, Italia o Inglaterra, fue jamás por la naturaleza constituido para comprender un ápice! ¿No estaba Zimmerman en soledad?[19]

 

Lector, si acaso eres bendecido con una colección moderada, sé tímido al mostrarla o, si tu corazón se desborda por prestarlos, presta tus libros, pero que sea a alguien como S. T. C. Él los regresará (generalmente anticipando la hora señalada) con réditos: enriquecidos con anotaciones, triplicando su valor. He tenido la experiencia. Son muchas estas preciosas anotaciones suyas (rivalizando con los originales frecuentemente en importancia y no pocas veces casi en cantidad) de mano no muy clerical –legibles en mi Daniel[20], en el viejo Burton, en Sir Thomas Browne. Y esas abstrusas meditaciones del Greville, ahora, ¡ay! vagando en tierras paganas. Te lo aconsejo: no le cierres tu corazón ni tu biblioteca a S.T.C.

 

 

(Traducción de Sergio Cordero)

 

 

NOTAS:

[1] Alcibíades, político y general ateniense. Sir Richard Steele (1672-1729), amigo de Addison, fundador de The Tatler y colaborador de The Spectator: moralista, dramaturgo y generoso derrochador.

[2] Richard Brinsley Sheridan (1751-1816), destacado dramaturgo, empresario teatral, orador y político. También fue un gran despilfarrador.

[3] Horne Tooke (1736-1812), filólogo inglés. Su obra Epea Pteorenta or The diversions of Purley, aunque carente de bases científicas, tuvo mucha influencia en las ideas sobre etimología de los ingleses su época.

[4] Silas Tomkyn Comberbach [sic] fue el nombre que el poeta Samuel Taylor Colerdige (1772-1834) adoptó cuando se enlistó en el cuerpo de Dragones, después de huir del colegio.

[5] Se refiere a que los tomos estaban uno a cada lado del hueco como guardias suizos. Los gigantes eran dos figuras de madera conocidas como Gog y Magog, usadas antiguamente en los desfiles urbanos y después puestas arriba contra el muro en la sede del Ayuntamiento londinense.

[6] San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino eran famosos filósofos y teólogos escolásticos del siglo XIII. Belarmino era un cardenal italiano y teólogo jesuita (1542-1621).

[7] Famoso gigante del romance antiguo Bevis of Hamptom.

[8] Sir Thomas Browne (1605-1682), médico y escritor. Lamb era un aficionado de sus extrañas ideas y su estilo elaboradamente curioso, como también DeQuincey.

[9] Robert Dodsley, librero y escritor británico, mejor conocido por su “Selecta colección de piezas teatrales antiguas” (12 volúmenes, 1744).

[10] Vittoria Corombona, personaje de El diablo blanco, una pieza teatral de John Webster.

[11] Después de la muerte de Héctor, nueve de los cincuenta hijos de Príamo seguían vivos. Ver Ilíada, XXIV.

[12] Obra de Robert Burton (1621). Lamb era aficionado a esta obra y publicó algunas imitaciones de la misma.

[13] Complete Angler por Izaak Walton (1653), autor también de las vidas de algunos próceres ingleses.

[14] The Life of John Buncle por Thomas Amory (¿1691?-1788). Su protagonista se casa con siete esposas.

[15] Alusión a esos conversos al judaísmo que no estaban obligados a someterse a las reglas de la ley mosáica.

[16] James Kenney, dramaturgo.

[17] Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle (¿1624?-1674), autora de poemas, piezas teatrales, cartas y discursos sobre filosofía natural, una autobiografía y la biografía de su esposo monárquico.

[18] Fulke Greville, Lord Brook[e], poeta y estadista inglés, favorito de la reina Isabel e íntimo amigo y biógrafo de Sir Phillip Sidney. Lamb tenía sus tragedias en alta estima.

[19] J.G. von Zimmerman, escritor suizo de medicina y filosofía. Escribió On Solitude (1755) y On National Pride (1758).

[20] Samuel Daniel (1562-1619), poeta e historiador británico.

 

 

Charles Lamb

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